miércoles, 26 de agosto de 2009

indigencia



Son las cinco. Me acabo de despertar, esta carcoma de mis huesos me deja estos regalitos más a menudo de lo que me gustaría y el Diazepan ya no da para más.
Valoro muy seriamente tomarme otros dos comprimidos mientras miro mi cama, ahora tan grande y tan vacía.
Y me abrazo a su almohada, a la que ella usaba, con la esperanza de encontrar ese olor que la distingue, que me haría reconocerla entre diez mil mujeres, intentando escuchar sus risas en mis noches, o las lágrimas que vierte a veces cuando duermo, pero no encuentro nada, tan solo el olor a lavanda del suavizante pues ahora recuerdo que cambié la cama esta misma mañana.
Descarto las pastillas, tampoco harían nada, mejor tomo un café y me dejo fumar por un cigarrillo, jodio fumeque, cualquier día se me lleva por delante si no se le adelanta el corazón, esta raspa que me está matando o la puta pena de perderla.
Miro la ventana abierta, como todas las noches. Me levanto tal y como estoy, no creo que mi vecino el mirón tenga mucho que ver hoy y una sonrisa de amargura se me pinta en la cara. Otras veces si tuvo, muchas noches lo hizo, pero hoy no es una de ellas.
Raúl duerme en el salón con la tele puesta, lo amodorra el run-run, y no pienso despertarlo por que igual me toca hacer de guía turístico por el pasillo de mi casa, sus correrías nocturnas siempre me hacen reír, pero hoy no estoy para risas. Joder, no hay café, por cierto algún día tendré que cambiar este suelo, tan blanco, tan fatigoso y tan fuera de lugar ahora en mi cabeza, que coño de suelo si ella no lo pisa, si no la veo pisándolo o tan graciosa con el mocho, tan maruja y tan altiva a la vez.
Suerte la mía, tampoco tengo tabaco, jeje, hay veces que mejor no levantarse, así que me visto, me quito los pelos de gallina matada a escobazos y bajaré a la tasca. A fin de cuentas, que más da, si no me mata el tabaco y el café de algo hay que morir.
La calle está vacía, normal, todos los locos duermen, solo los cuerdos como yo hacen cosas normales como vivir en la calle o dormir en este banco. Por cierto, ¿que habrá sido de Félix? ¿Dónde estará?, ya hace un mundo que no lo veo, ¿será feliz? Supongo que si, feliz a su manera, con la felicidad que da la vida sin problemas formales, tan solo quiere un banco, algo que comer y el cigarrito que pedía a los que como yo encontraba a estas horas por la calle buscando la paz interior de la que el ya disfrutaba, “hola Félix, buenos días” y el se desarropaba y me pedía un cigarro por debajo de ese bigote negro que ocultaba casi todo su rostro tan moreno y tan vivido. ¿que será de él?
Sin darme apenas cuenta he terminado sentado en su banco, en este banco que me pronosticaron y aun puede que acierten pensando en su indigencia y en la mía, en la de todos nosotros, en la indigencia que cada uno sobrelleva como puede.
La de él al menos era voluntaria, querida y con la dignidad intacta. Pedir no es indigno, simplemente se pide y ya está. Tan solo es una cuestión de materialidad y el ser humano, los “normales” en eso solemos tener conmiseración con el que consideramos necesitado, sin darnos cuenta de nuestras necesidades, de nuestras carencias, esas que llevan directamente a una indigencia mucho más dañina.
Indigencia moral, indigencia afectiva, indigencia que autodestruye y convulsiona la vida
hasta hacerla pedazos. La carencia de encontrar el motivo para seguir andando, la falta de unos brazos, de labios, de unos besos que no se saben dar. Bendito Félix, donde andará?
La tasca ya está llena de rostros amarillos de tiempo y de cazalla, siempre los mismos rostros, aburridos y tercos. Un cortado, el tabaco y apenas dos palabras.
Son las seis, voy a casa. Me parece mentira que alguien tan lleno de rencor hacia mi acertara con un pronóstico tan lleno de veneno, “acabará durmiendo debajo de un puente” “en la indigencia”. Es cierto, me vuelvo hacia mi puente.
Hoy mi casa es un puente y yo me duelo en mi indigencia

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